¡Oh, dioses de la noche!
¡Oh, dioses de las tinieblas, del incesto y del crimen, de la melancolía y del suicidio!
¡Oh, dioses de las ratas y de las cavernas, de los murciélagos, de las cucarachas!
¡Oh, violentos, inescrutables dioses del sueño y de la muerte!
Se encienden las luces; amarillentas. Ambientan el cuarto de modo sombrío, imprimen un tono sepia en la escena. Hay una mecedora, una mesita de luz con un mantel tejido a crochet, y sobre ella hay una lámpara de los años ’20: apagada. Hay persianas; están cerradas. Se respira el polvo y la humedad en una casa en donde no entra el sol hace ya muchos años. Ethel se sienta en la mecedora.
Habla sola. Los años y la soledad crónica le enseñaron a ser ella misma su mejor compañía: emisora y receptora de sus propios diálogos.
Ethel: Me pregunto por dónde andarán todos aquellos seres queridos con los que compartí mi camino alguna vez: Robert, Alice, Dorothy, y… ¡Wayne… oh, amado Wayne! ¡Cuánto te extraño! Parece ayer que estabas a mi lado, leyendo el periódico mientras yo hacía las prácticas para el coro de la iglesia. Cómo añoro tus halagos a mi voz. Solías decir: tu corazón no bombea sangre; bombea melodías, de las más hermosas. O algo así como: mis oídos vibran de emoción al escucharte. ¡Oh, Wayne! ¿Cómo es posible que te hayas ido, que me hayas dejado? Contigo podía admirar la vida de una manera tan colorida, tan vivaz, tan completa, tan musical, tan perfecta… te fuiste y se apagó mi alma, y con ella, mi vista. La ceguera me invadió por completo. Te la llevaste para vendar mis ojos de las atrocidades, ¿verdad?, de la maldad, de la podredumbre del mundo. No sé si el mundo está podrido, pero sí lo estoy yo; me estoy desvaneciendo, estoy cada vez más metida para adentro, evitando el universo social y reforzando cada vez más mi mundo interior: en descomposición. ¡Te necesito! Robert nunca está en casa y sospecho que está imbrincado en un asunto turbio, oscuro, lúgubre –Cómo culparlo, con las desgracias que vivió: primero tú, luego su padre asesinado por dos matones a la salida del trabajo, y luego Ella… mi querida Ella. En fin, Robert (hace una pausa, rogando que no le rueden lágrimas de sus ojos; se prometió a sí misma no llorar nunca más luego de la muerte de Wayne: tenía que ser fuerte): las pocas veces que viene a casa está rodeado de olores muy fuertes, mezcla de Brandy con marihuana- lo sé porque mis ojos ahuecados le ordenaron a mis otros sentidos que profundicen su percepción-. ¡Oh, Wayne!, vivo tan mareada que ya no sé qué siento y qué no, qué huelo y qué no… prefiero dormir antes que hablar sola- tarea que se me hizo tan habitual-. Me siento como una hormiga intentando llevar alimento para su comunidad, pero que es pisoteada por pies humanos, gigantes ante el visor de la pobre criatura diminuta; aún peor: me siento una hormiga pisoteada por pies tan grandes, tan… pies que ni siquiera puede ver; tan sólo puede desesperarse y experimentar sufrimiento sin poder ver la causa de su dolor. ¡Oh Wayne!, mi voz ya no emite hermosas melodías; mi voz parece un instrumento viejo y desafinado. ¡Oh, Wayne, tan humillada y abatida me siento!
Apagón.
Ojos que sufren. Ojos que gritan. Ojos que abren otros ojos. Ojos que quieren ser vistos. Ojos retratados.
Ojos que ven múltiples imágenes. Ojos que no logran recomponer escenas. Ojos desperdigados. Ojos que quieren ser ensamblados.
Ojos que quieren ver por otros. Ojos encontrados en un pasado, en un presente. Ojos que quieren vislumbrar un futuro. Ojos que ya perdieron la esperanza. Ojos que denotan alegría. Ojos cargados de emoción. Ojos que enmarcan una realidad que quiere ser otra.
Ojos que ven múltiples imágenes. Ojos que no logran recomponer escenas. Ojos desperdigados. Ojos que quieren ser ensamblados.
Ojos que quieren ver por otros. Ojos encontrados en un pasado, en un presente. Ojos que quieren vislumbrar un futuro. Ojos que ya perdieron la esperanza. Ojos que denotan alegría. Ojos cargados de emoción. Ojos que enmarcan una realidad que quiere ser otra.
Ojos que no ven. Ojos que sienten. Ethel.