Un cielo naranja cubrió la tarde rutinaria del pequeño poblado ubicado en la ciudad de Peña. Las pintadas naranjas lograban modificar el clima reinante de tal manera que la nostalgia y la sonrisa espontánea relucían en la gente a medida que contemplaban semejante belleza natural.
Julio, sin embargo, no lograba ser preso de esa sensación; su imaginación rodaba cual rollo de película debido a que sus ojos no eran capaces de observar la realidad. Sus vitrinas al mundo eran sólo persianas que no le permitían objetivar la creatividad presente en formas, objetos, colores.
La vida de Julio, no obstante, no era digna de llanto, de pena; por el contrario: su ambición por sentir, por vivir intensamente en ese mundo – cegado- lo llenaba de aquello que el ojo no podía ver; su ser estaba fortalecido por la música, por la comida casera, por el saber, por la cultura, por los placeres más mundanos y a la vez más extravagantes.
Su alma pertenecía a una mujer de fuertes rasgos, de una personalidad sin fronteras, de una persona que componía melodías con cada movimiento: Isabel. De origen italiano, no podía eludir sus racíes; el idioma de su ancestral país resonaba en su conciencia y se transmitía a través de las partituras que emanaban de su caja toráxica.
Isabel era el bastón de Julio, así como Julio era el andador de Isabel. Se requerían el uno al otro, pero además se amaban. Existía una armonía especial en aquel cuerpo de grandes dimensiones que portaba la italiana. “La perfección no es un don diminuto”, solía pensar Julio.
En el interior de Isabel residía la más hermosa música; esta parecía hacer presión en su pecho desesperaba por salir y hacer bailar la imaginación desorbitada de Julio.
Por las noches, los amantes se juntaban en el precario comedor de la casa en la que habitaban, en donde Isabel cantaba como siempre en su idioma nativo y su acompañante se acomodaba en una de esas sillas de mimbre que se balancean desde atrás hacia delante.
Noche tras noche, Julio se embarcaba hacia lo más remotos lugares acaparando para sí la melodiosa voz de la mujer que lo acompañaba.
Fue un jueves del mes de abril que Isabel no pudo seguir cantando. Algo había pasado, algo había visto; algo tan terrible que no la dejaba hablar siquiera.
Para Julio era imposible visualizar lo terreno, no podía saber qué era lo que había privado a su musa de su musicalidad. Los brazaletes que rodeaban el brazo de Isabel renunciaron a la melodía alegre que las caracterizaba. Su vivaz sonoridad fue reemplazada por un penetrante silencio. Las vueltas por todos los continentes fueron abandonadas: no retornaron nunca los viajes al pico del Everest, a las selvas del Amazonas, a las calles pintorescas de Venecia; no más visitas al Louvre, a la torre Eiffel; se habían acabado las escapadas a Vietnam, las charlas con los Samurai, las sumergidas en los mares de las playas costeras de Sidney.
La ambición de Julio por el conocimiento general había aumentado su imaginación de tal manera que sus deseos eran incontenibles. Lamentablemente, Isabel ya no emitía nota alguna. La música ya no era escuchada en esa casa avejentada en la cual fueron tejidas las fantasías más interminables.
Isabel había sido testigo de algún hecho atroz, temible, que Julio siempre imaginará, pero que nunca podrá entender; porque en su mente anidan fantasmas del pasado, ilusiones del futuro, pero siempre enjauladas en una mente que nunca vio nada; ni siquiera a su una vez amada Isabel.
Ya surgirá un nuevo amor, una nueva inspiración para que sus sueños sigan alimentando a otros, que nosotros nunca entenderemos, ni siquiera la una vez amada Isabel.
Isabel era el bastón de Julio, así como Julio era el andador de Isabel
ResponderEliminarte amo.
no hay mas ??? quiero mas ...!
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