En el año 1903, Ethel conoció el mundo por primera vez. Sus grandes ojos se maravillaron ante los descubrimientos que se constituían en novedad permanente día tras día. El barrio en el que le tocó vivir era modesto, sin grandes lujos; pero la gente que vivía allí no necesitaba eso. La música, sobre todo el góspel y el blues, las reuniones comunitarias, las ferias que se realizaban cada vez que cambiaba la estación, eran suficientes muestras de un coeficiente de felicidad del pueblo que de ninguna manera puede decirse que era insuficiente. Los ojos de Ethel no pudieron retratar, ni siquiera denunciar la esclavitud de la que habían sido víctimas sus abuelos. Las variadas marcas en el cuerpo de ambos, la piel cansada, las miradas delatoras de experiencia, que parecían haberlo vivido todo, las arrugas que empezaban a encontrar un refugio cada vez más seguro a los costados de las vidrieras al mundo ya empañadas, eran los rasgos que los caracterizaban, así como a muchos otros abuelos que fueron víctimas de la misma explotación.
Ethel, sin embargo, protagonizó otra realidad. Sus ojos la condujeron por otros caminos; ella era nieta de la discriminación más aborrecible, pero hija de la educación y el intento de una vida digna. Mississippi por fin había emergido de las penurias más oscuras y lentamente estaba construyendo los cimientos que le permitirían ver la luz, que antes sólo era sinónimo de, como solía decir Alisa, la madre de Ethel, “el sol ardiente que ampollaba hasta la cabeza por luchar, pelear, remar, trabajar incesantemente, romperse las manos, las piernas… todo por conseguir un futuro mejor, que nunca arribaba”.
A partir de la década de 1900, a Mississippi le fue revelado un presente más tranquilizador. Fue un caramelo dulce luego de años de las hierbas más amargas, y a su vez saladas por las lágrimas. 1900 fue un momento de quiebre y de comienzo de un nuevo ciclo: se establecieron sistemas educativos sobre todo para las áreas rurales (donde vivía Ethel) para promover la alfabetización, se censuró el trabajo infantil, y la construcción de fábricas y del ferrocarril causaron el despegue de una economía que parecía que tenía fecha de vencimiento. En este contexto, la casa de Ethel solía estar inundada de olor a pastel recién horneado y embelesada por las bellas melodías que provenían del banjo de Raymond Henry, esposo de Alisa y padre de la criatura recién nacida.
Los años transcurrieron bajo la dicha y la economía fructífera. Sin embargo, entrada la década de los ’20, el suelo comenzó a tambalear y hacia 1927 se podía respirar en el aire tensión, crisis; parecía que todo estaba sujeto por hilos tan finitos que eran imperceptibles. Pero estaban; y evitaban que Mississippi y su estructura socioeconómica se descuajeringuen, se derrumben aún más. Hasta las estructuras más fuertes estaban frágiles; hasta las columnas de acero se habían convertido en caucho. Atrás había quedado el Mississippi de 1900. El cambio fue reemplazado por la inactividad, la economía fructífera fue reemplazada por la miseria, la educación y la seguridad mostraron su otra cara: la desesperación.
Una casa de aspecto precario, avejentada, venida abajo, era el hogar de los Henry. Solía ser blanca, pero con el pasar de los años se fue cubriendo de polvo: ahora era gris.
Ethel era presa de ese contexto, de este devenir que se veía manifestado en su lugar de residencia: Mississippi, su tierra natal, se ha convertido en el eco de la grandeza, de la restauración, del crecimiento. La depresión económica era en 1927, paradójicamente, moneda corriente. El ahogo económico y el horizonte cada vez más estrecho la exasperaron hasta tal punto que decidió tomar una decisión drástica: decidió partir junto con Wayne - su pareja de entonces y a quien recordó hasta el último de sus días- hacia Nueva York. Esta última sería una ciudad en la cual, según Ethel escribió en su diario personal de entonces, “pueda desarrollarme, desplegar todo aquello que acá no me dará frutos. Necesito salir del estancamiento y crecer, alejarme de un lugar en el cual mis antepasados fueron esclavos, y donde la pena puede llegar a tocarnos nuevamente la puerta. Debo independizarme del lugar que me dio la leche para comenzar a conseguirla yo con mis propios medios”. Sabiendo que no quería que su futuro se convierta en planchar y cocinar el día entero, y a pesar de la negativa de su madre, la muchacha juntó valentía, y se alejó de su tierra natal de la mano de su amado hacia la ciudad del vértigo, la sede central de los rascacielos.
La década de 1930 la encontró a Ethel perdida por los recovecos de la gran manzana, sin brújula, buscando trabajo en los más recónditos lugares, sin éxito alguno. Las palabras de Alisa comenzaron a resonar en la cabeza de la joven sin rumbo: “Nueva York, una ciudad de rascacielos, sí, de luces, de movimiento… ¿pero de oportunidades? ¿De condiciones igualitarias, de derechos, de progreso? No lo sé, Ethel. Depositar toda la seguridad en la ciudad donde lo nuevo es sinónimo de éxito, donde los autos pasan tan rápido que ni siquiera puedes observar a las personas que hay dentro, donde el respeto y la reputación dependen de cuántas pertenencias tengas. Ethel, nunca te acostumbrarías a ese estilo de vida… ¿no sabes de dónde vienes? Mira a tu alrededor, observa tu vecindario, podemos vivir en la más lastimosa pobreza, pero ella no nos hace menos dignos; al contrario, nuestra comunidad se une para superar la desgracia, lo que nos toca vivir; todos nos ayudamos para salir adelante. Acá vivimos sin tantos lujos, pero somos personas sustentadas por valores, y eso es lo que más importa en este mundo cada vez más cambiante y caótico”.
Una carta, sin embargo, de las tantas que intercambió con su amiga Dorothy, alojada en el barrio de Harlem, cambió de manera decisiva su camino, que parecía tan nebuloso como cuando partió de Mississippi. Ethel, junto con Wayne, se trasladó hacia el barrio del renacimiento, en donde ella comenzó a ser parte del coro de la iglesia Abyssinian Baptist Church. Otra vez con un grupo de pertenencia fuerte, imbuido de sentido comunitario y en un barrio con aroma a pastel recién horneado, se sintió en casa, razón por la cual fue en Harlem donde residió cómodamente durante su juventud y hasta entrada en edad. Fue en el año 1941, escuchando a Duke Ellington en el Savoy Ballroom cuando Ethel rompió bolsa, razón por la cual el concierto de esa fecha no será jamás olvidado. La llevaron de urgencia al Harlem Hospital Center en el cual dio a luz a su primera y única hija: Ella, quien años más tarde se casaría con Malcolm. El amor copulado daría un fruto: Robert. Tanto Ethel como su familia vivieron una vida que se ajusta a los parámetros de la normalidad. Sin grandes sobresaltos, sin imperiosas sumas de dinero, pero con sencillez, momentos compartidos y buenas anécdotas familiares. Wayne trabajó durante 35 años en la misma empresa como administrador, luego se jubiló y con la plata recaudada durante sus años de labor incesante, pudieron vivir con comodidad y tranquilidad.
No obstante, a los los 72 años, a raíz del fallecimiento de Wayne, su marido, la invadió la ceguera y debió mudarse a Boerum Hill, junto con Robert, su nieto.
La última página del diario del que fue posible extraer los fragmentos de vida de Ethel, que han podido ser unidos en una trama, contiene la siguiente frase: “madre, el gospel y el sol ardiente de los campos de algodón siempre me recordarán la persona que soy”. Es ella la que motivó a Arthur Miller a producir una obra teatral en la cual se relataron las vidas de cinco inmigrantes provenientes de distintas partes del mundo y que anclaron en Nueva York. Ethel fue personificada como una de las 5 viajeras. He aquí un fragmento de la pieza de Broadway que llevó a la originaria de Mississippi a la fama, cuyas palabras dan a conocer a Ethel en sus últimos años.